Descansando, pues, los vecinos honrados en la palabra del párroco, el cual ya debía estar al corriente de las intenciones de don Basilio, se encerraron efectivamente en el fuerte, dejando a los facciosos la entrada franca y dueños de todos los demás puntos interesantes. A las cuatro de la tarde, y acompañada de un furioso vendaval y un diluvio de agua, como si hasta en esto quisiera la naturaleza enviar a los habitantes de la Calzada un funesto vaticinio, entró la facción en el pueblo donde ya podría descansar, pues aunque había pasado por el Viso del Marqués no pudo reponerse por haberla hostilizado desde el palacio los nacionales, tan buenos tiradores, según dicen, que causaron muchas bajas a los facciosos. Con este motivo, y los malos días que les hacía pasar el crudo temporal, llegaron a la Calzada tan furiosos, que hasta las personas que salían a solazarse con la entrada de sus amigos eran despojadas de cuanto llevaban encima, sin que les valiese decir que eran de su misma comunión.
Encerrados los valientes en la iglesia no quisieron abandonar un parapeto que tenían como a unos cincuenta pasos, y desde uno y otro punto dirigieron certeros tiros a sus contrarios. Acabó por fin la facción de entrar en el pueblo, del que todos querían disponer a su capricho sin asomos de subordinación, aunque teniendo siempre una fuerte guardia en observación del fuerte. Retiráronse otros a descansar, y permanecieron otros despiertos par a entregarse de lleno a pensaren la realización de sus designios, porque podía aún menos el sueño que sus bárbaros instintos de exterminio y saqueo. Además, como si los soldados de don Basilio necesitasen ayuda para entregarse a los más horribles excesos, esperaron para coronar su empresa un digno refuerzo en la llegada del famoso Orejita, uno de los partidarios carlistas que más se distinguían por sus atrocidades. Verificóse la entrevista de Orejita y don Basilio, en la cual debió decidirse la fácil y abominable hazaña de quemar el pueblo, para lo cual empezaron los preparativos, verificándose el ensayo de tan bárbaro drama en casa de un nacional, cuya esposa e hijos tuvieron que presenciarlo a la fuerza.
Entretanto, ¿qué hacia aquel pastor que tanto había ofrecido cuidar de su rebaño? ¿Ignoraba acaso lo que estaban tramando los de su comunión política? ¿Por qué no dio oídos a don Benito López de Torrubia, que como padre misionero le había estado predicando toda la noche?
—Mira que no sabes el cargo que tienes sobre ti, le decía aquel, Basilio es débil, y corno no faltará quien le excite, hará alguna atrocidad de que tú serias responsable.»
A todo lo cual solo contestaba don Valeriano
—Duerme, y déjame en paz.
Contestación incomprensible y que desde luego revelada complicidad en el asunto sino fuera porque ciertas personas conocedoras de los buenos sentimientos que siempre había manifestado lo atribuyen a su poco talento.
El hermano de éste, justamente alarmado con el aspecto que las cosas presentaban, y menos apático o más sensible que el Valeriano, insistía
—Haz algo por evitar una catástrofe: llama a las señoras cuyos esposos están en el fuerte, y acompañadas de sus hijos, diles que se presenten al general a suplicarle y asegurarle que todos estáis dispuestos a perecer antes que ver con paciencia la desgracia que a sus padres y esposos amenaza.
Nada fue bastante a hacer salir a aquel hombre de la inmovilidad en que tan bien se encontraba, sin cuidarse de lo que pudiera suceder. A todo se hacia el sordo: los Caníbales entretanto se ponían de acuerdo para sus planes de destrucción y de muerte, y al cabo de algunas horas llegó el fatal día 28.