El prior de Calatrava (III): Don Basilio se entrevista con el párroco

Mapa de la Primera Guerra Carlista.

Mapa de la Primera Guerra Carlista.

Por fin, el 27 de Febrero de 1838, que era justamente domingo de carnaval, siendo como las tres de la tarde, anunciaron los vigías con las campanas la proximidad de algunos grupos armados que se acercaban por el camino de Andalucía; pero nadie hizo caso por el pronto a causa de que estando en aquellos pueblos acostumbrados los habitantes a las continuas alarmas producidas por la multitud de partidas que diariamente veían cruzar en distintas direcciones, no se creyó entonces en la inminencia del peligro.

Oyóse de nuevo la campana, lo que era señal evidente de que la fuerza que se veía no iba de paso sino que se acercaba en actitud hostil, y ya fue preciso salir a practicar un reconocimiento, en el que viendo los nacionales que algunos caballos enemigos se adelantaban descaradamente, les hicieron algunos disparos, con los que ya se rompió el fuego que tan terribles efectos había de traer. Aun después del tiroteo contraía pequeña avanzada se dudaba en el pueblo si serian o no facciosos los que llegaban; porque si bien los carlistas estaban al corriente de todo, no así los liberales, a los cuales realmente sorprendió la llegada de D. Basilio, de quien no tenían a la sazón noticia alguna; pero pronto se desvanecieron las dudas, pues el citado cabecilla, viendo que los defensores de la libertad se preparaban a la resistencia, envió un parte diciendo que se le franquease la entrada. En cuanto a la parte de la población indiferente, es decir, en cuanto a las personas que o no tienen partido o por sus ocupaciones y posición no tienen gusto ni tiempo para ponerse al corriente de la política, se hallaban tan ajenas a lo que estaba sucediendo, que sabedores en la ermita donde celebraban la fiesta del día de lo que ocurría en el otro lado del pueblo, huyeron en confuso tropel: todos echaron a andar precipitadamente manifestando cada cual en el semblante el sentimiento de que se hallaba poseído; tristes los unos temiendo la suerte que les aguardaba, y alegres los otros creyendo que ya había llegado el término de sus males, como si la entrada de Don Basilio en la Calzada hubiera equivalido a la de D. Carlos en Madrid.

Muchas personas imparciales mostraron desde luego el mayor abatimiento, previendo los dolorosos resultados de aquella funesta jornada. Como es natural en estos casos, mientras D. Basilio estaba fuera del pueblo esperando la contestación a su oficio, los nacionales tomaban sus disposiciones para la defensa, y aun para la ofensiva en caso necesario, y también entretanto las personas notables del pueblo conferenciaban respecto a la manera de dar la contestación, conviniendo todos en que el párroco, caballero de la Orden militar de Calatrava y conocido además por sus ideas absolutistas, fuese el intérprete de los sentimientos del pueblo y saliese a tener una entrevista con D. Basilio, de la cual con fundado motivo se prometían algo bueno, porque todos los hombres ceden algo en sus exageraciones y deponen fácilmente sus iras cuando sus amigos y, sobre todo, cuando las personas influyentes de su partido les hablan con la autoridad que dan la razón y la conformidad de opiniones políticas. Verdad es que los absolutistas han sido siempre la excepción de la regla, porque estimulados por ese rencor que tan profundas raíces tiene en las preocupaciones de la sociedad vieja, saben complacerse unos a otros en todo lo que no sea ejercer un acto de virtud. Verdad es también que no es fácil hallar entre ellos fieles intercesores, lo cual quiere decir que mal podría D. Basilio entrar en la Calzada sin estrépito y sin ánimo de cebarse en la sangre de los liberales, si los que habían de aconsejarle la clemencia le aconsejaban la destrucción. Fuese como quisiera, en cuanto a la conducta del mencionado clero, lo cierto es que los habitantes de la Calzada, aun aquellos de opiniones absolutistas que tenían buen corazón, habían fundado las más halagüeñas esperanzas en la comisión que dieron al mencionado cura, quien efectivamente salió a verse con el cabecilla. Nada se puede decir sobre lo que entre estos dos personajes pasó; pero mucho podría deducirse en vista de los resultados que la entrevista produjo. Yo me atrevería a apostar cualquiera cosa a que al acercarse el uno al otro exclamó D. Basilio para sí: «Este cura es otro D. Basilio» o y escusado es añadir que el cura diría en cuanto observó al prójimo: «Este D. Basilio es otro cura.»

Olvidaba decir que acompañaba al párroco otro sacerdote de buenas ideas, llamado don Lorenzo Serrano, teniente de la parroquia, quien llegando adonde la facción estaba oyó decir a cierto sujeto a quien conocía, que el pensamiento del jefe no era el de causar gran daño, pues se reducía a quemar el pueblo. En cuanto don Lorenzo oyó tan brutales palabras se volvió con intención de avisar a la gente: llevó después al fuerte lo que tenía en casa y se encerró él, lo mismo que los demás, dispuesto, ya que no había podido evitar la desgracia, a sufrirla con sus amigos. Todos los milicianos nacionales aprovecharon los momentos de la conferencia para llevarse al fuerte cuanto tenían en casa, y a muchos de ellos les siguieron las afligidas familias, tanto por no quedarse a merced de los enemigos, como por participar de la suerte que estaba reservada a sus maridos o padres.

El mismo párroco, cuyas verdaderas intenciones, lo repito, permanecerán siempre ocultas bajo el velo del misterio, aunque todo autoriza a creer que no eran muy filantrópicas; el mismo párroco, digo, era el primero en aconsejar a los comprometidos por la causa liberal que se encerrasen en el fuerte, lo que consiguió a fuerza de muchas idas y venidas con otros tantos sermones y promesas, porque los nacionales preferían quedar muertos peleando en medio de las calles a encerrarse quedando sitiados y casi sin medios para resistir a sus contrarios. «No tengan ustedes cuidado, decía el párroco; lo que quiere únicamente Basilio es racionarse, descansar y marcharse: no tengan ustedes ningún cuidado que aquí estoy yo.» Parecía que esta promesa equivalía a decir: «Antes que ustedes sufran el menor daño tendrán que pasar los facciosos sobre mi cadáver.»

Fuente: Desenlace de la Guerra Civil, de Juan Martínez Villergas.

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