
El edicto, colocado en la plaza pública de Calzada de Calatrava y de los pueblos adyacentes, hacía un llamado a potenciales reclamantes del terreno de Mansilla. El farmacéutico permanecía en su farmacia, envuelto en la fragancia de las hierbas y la carga de la incertidumbre, mientras transcurría el tiempo. Los rumores no paraban: algunos habitantes seguían murmurando que el terreno ocultaba secretos de la Orden de Calatrava, mientras que otros decían que el fuerte comendador tenía la intención de apropiarse del sitio para sus propios intereses. No obstante, Juan, con la perseverancia de quien mezcla un remedio imposible, persistía en su fe en el proyecto que trituraría el trigo de la comarca.
El diez de diciembre de 1805, el Teniente General de la Real Armada, mediante su representante Manuel Antonio Díaz, realizó su pedimento ante las Órdenes Militares. Reconoció la solicitud como «digna de elogio» por su utilidad pública, debido a los beneficios que les iba a proporcionar a los vecinos de los pueblos colindantes, afirmando que no era necesario tasar el terreno, siempre que se aceptaran los antiguos derechos del molino: dos pares de gallinas anuales y el diezmo de maquilas, según registros desde 1702 y confirmados en 1785. El comendador, sabiendo que el lugar estaba en ruinas y que era poco probable que otros lo reconstruyeran, accedió a la construcción con la condición de que se mantuvieran estos tributos, dejando claro que no cedería los privilegios de la Encomienda de Castellanos. El siete de marzo de 1806, se ordenó entregar el expediente al solicitante, para que respondiera.
Esteban Peirón Merino, su fiel representante, tomó la pluma. En su escrito, que añadió a todo el papeleo, argumentó que los derechos demandados eran excesivos. El patrocinador, que aportaría cantidades significativas para el mantenimiento, los operarios y los materiales, financiaría por completo la obra. El terreno, en estado de ruinas, tenía un valor muy bajo y un 10 % de rédito sobre las maquilas era injusto, pues infringía la Real Pragmática de 1705, que limitaba los censos al 3 %. Se propuso pagar ese porcentaje sobre el valor tasado del terreno o, en un gesto conciliador, aceptar los términos de los otros molinos de la encomienda: dos fanegas de trigo y dos pares de gallinas anuales, formalizados en escritura. El expediente llegó al Caballero Prior General de la Orden de Calatrava y al Fiscal, quienes, una vez revisaron los argumentos, volvieron a pasarlo a la otra parte, el comendador. Éste, en un nuevo pedimento, defendió los derechos de la encomienda, enfatizando que los tributos eran un censo enfitéutico y que esto era consistente con las precedencias. No obstante, demostró flexibilidad: no le importaba si el diezmo era igual a dos fanegas de trigo. Este allanamiento, presentado el treinta de agosto de 1806, buscaba preservar los derechos sin obstaculizar la construcción. Ese mismo día, se emitió un auto concediendo la licencia para reedificar el molino, con la condición de pagar anualmente dos fanegas de trigo y dos pares de gallinas.
Retomada la documentación nuevamente por el Concejo, concedió al comendador dos meses para determinar si construiría el molino por sí mismo. Sin embargo, como no contestó, la autorización fue ratificada el once de diciembre de 1806. La Real Provisión, la cual fue emitida el diecinueve del mismo mes y año, mandó a las autoridades locales y a las órdenes militares que no presentaran obstáculos. El triunfo del boticario fue sellado por figuras como Juan Miguel Pérez Tafalla y registrado en la contaduría el 22 y 27 de diciembre de 1806. Las obras empezaron en la orilla del río Jabalón días después. Las ruinas de Mansilla fueron revitalizadas gracias a la labor de carpinteros y albañiles; y el 29 de mayo de 1807, ante el escribano Juan Antonio Adán y testigos como Antonio García, Pedro de Céspedes y Alfonso Laguna, se firmó la escritura comprometiéndose Juan Carneros a pagar los tributos anuales a la encomienda y sometiéndose a la justicia de Almagro para cualquier disputa.

Aunque no consta en los archivos consultados uno se imagina que los vecinos de Calzada, Granátula y Aldea del Rey, inicialmente escépticos, acabaron celebrando la apertura del molino, situado en un punto equidistante de estos pueblos. Se dice que Ana María, panadera de Calzada, agradecía no tener que desplazarse lejos para obtener harina, y que Pedro Gómez, agricultor de Granátula, llenaba sus carros con trigo molido en el nuevo ingenio. En Calzada, algunos mercaderes habrían notado un repunte comercial, pues el molino atraía gentes de las tres villas, fortaleciendo los lazos y dinamizando la economía comarcal. Los rumores sobre los tesoros ocultos, tan frecuentes en la tradición oral, se habían desvanecido, reemplazados por el orgullo de un legado compartido. También se cuenta que Tomás Ruiz, robusto molinero contratado para la empresa, se convirtió en el alma del lugar. Cada amanecer, revisaba las muelas, engrasaba los engranajes de madera y guiaba las mulas cargadas de grano. Al mediodía, el golpeteo de la rueda hidráulica resonaba mientras cernía la harina, con las manos cubiertas de polvo blanco, asegurando la calidad de cada fanega. Al anochecer, limpiaba los canales, acompañado por el murmullo del Jabalón.
Con el tiempo, el molino pasó a llamarse Molino de Parra, en honor a Trujillo Parra, primer apellido compuesto de la esposa del farmacéutico, cuyo apoyo silencioso inspiró su sueño. Desde su botica, contemplaba su legado: una estructura que unía Calzada, Granátula y Aldea del Rey, con sus muelas resonando en el corazón del Campo de Calatrava. El edificio se levantaba con planta rectangular, asentado sobre cimientos de piedra unida por argamasa, como si la misma tierra lo mantuviera con orgullo. La parte alta, elaborada con adobe y piedra de mampostería, evidenciaba el trabajo de manos artesanas que lograron fusionar lo funcional con la tradición. En su sala de molienda, dos pares de piedra giraban sin descanso, impulsadas por el caudal del Jabalón. Tres cárcavos, también de piedra, controlaban la entrada y salida del agua; sin embargo, uno de ellos, más sutil, funcionaba como aliviadero en épocas de crecida. El molino no era sólo una máquina: era también un hogar. El molinero y su familia se hospedaban en múltiples dependencias que estaban escondidas detrás de muros de adobe. En ese lugar, entre el olor de la harina y el murmullo del río, se hilaba una existencia simple pero fundamental para la zona. El molino no solamente molía trigo; además, transformaba el tiempo en pan, en comercio y en comunidad. De esta manera, el sueño del boticario se transformó en piedra, rueda e historia.