Curato en ruinas: Calzada, 1813

Casa parroquial. Foto proporcionada por Juana Serrano Rodríguez

En Calzada de Calatrava, pueblo manchego en pleno corazón del Campo de Calatrava, el año 1813 se asomaba a la Guerra de la Independencia con sus largas sombras. Tras un mes de dominio, los franceses, con más de quinientos soldados, marcharon dejando destrucción a su paso. Casas vacías, archivos hechos pedazos y vecinos con el alma rota definían la vida de una comunidad intentando sobrevivir. En ese panorama, las dos casas del curato —una en la famosa Plaza Pública, otra en la vieja calle Real— se balanceaban a punto de desaparecer. Ahí, Don Diego de Mergelina de Selva, cura de Calzada, tomó una importante decisión para la historia de su parroquia.

Don Diego, un hombre con una fe tremenda y voluntad inquebrantable, era el líder espiritual del pueblo y también cuidaba las propiedades de la iglesia, esenciales para el curato. Los hogares del curato, mucho más que simples estructuras, sirvieron de refugio para los párrocos, donde habitaban, rezaban y cuidaban a la comunidad. Mas, la morada en la calle Real, de las primeramente erigidas en la villa, yacía en ruinas, con muros cuarteados, gastados por el paso del tiempo y el descuido. La otra, en la Plaza Pública, padeció el azote de la ocupación francesa. Sobre 500 hombres estuvieron, poco más de un mes, habitando las casas de los vecinos de la villa. Los despachos de la casa del curato, donde fray Pedro Bravo y Aguilera, predecesor de Don Diego, leía libros religiosos, fueron mancillados por las tropas adversarias, quienes destrozaron mobiliario, puertas y legajos en su paso hacia Andalucía.

Enfrente, parte de la casa parroquial. Foto de Andrés S. García Díaz.

No sólo la guerra lastimó a Calzada. Entre 1803 y 1805, una epidemia de fiebres palúdicas y tifus diezmó la villa, segando vidas como un huracán despiadado. En la casa de la Plaza Pública, Don Luis Bravo, hermano de fray Pedro, su sobrina y otros vecinos fallecieron en las habitaciones centrales, transformadas en un escenario luctuoso. Los libros parroquiales, que Don Diego ojeaba con solemne atención, relatan sepelios colectivos, no solo en la parroquia misma, sino en las ermitas del Salvador del Mundo y San Juan Bautista, entre otras, atestadas por la enorme cantidad de cadáveres. Las oficinas de la casa, infectadas por el contagio, se volvieron inhabitables, con sólo una sección del inmueble considerada segura.

Amparado por el Real Consejo de las Órdenes Militares, cuya fuerza aún resonaba en Calzada, antigua posesión de la Orden de Calatrava, Don Diego tomó la dura decisión de actuar. La casa de la calle Real, contigua a las propiedades de María Antonia Megía, Juan Antonio Adán y Raimundo Martínez, era irrecuperable, sin remedio. Su venta a Fernando Díaz, valorada en 1.905 reales por el arquitecto del Consejo, el 18 de abril de 1805, representaría el sacrificio crucial para preservar la casa de la Plaza Pública. Con ese dinero, Don Diego planeaba no sólo arreglar, sino reforzar el edificio con el objetivo que sirviese a los futuros párrocos con la dignidad merecida.

El proceso, lamentablemente, enfrentó un sinfín de dificultades. La ocupación francesa había destrozado los documentos que permitían la venta, sumiendo al curato en un pantano administrativo.

Pese a todo, liberar la villa planteó una nueva prisa, si no. En 1813, Don Diego, junto con el alcalde Don Ramón García y el procurador síndico, expuso su petición con ardor. La casa de la calle Real debía venderse, y la de la Plaza Pública exigía una reparación en profundidad:

Sala principal: Picar, revestir y enjalbegar paredes, construir bovedillas con vigas nuevas y reemplazar el piso.

Los tres cuartos dormitorio: Aquí, donde el buen Don Luis Bravo, su sobrina y otros sucumbieron en la epidemia, se debían acometer las mismas obras que en la sala principal, para asegurar que los cuartos volvieran a ser habitables.

Escalera: Había que hacerla al otro lado del portal, para mejorar la casa y que fuera más funcional.

Cueva: Hacerla más ancha.

Puerta nueva, más robusta.

Cuadra nueva: Construida para que el curato no dependiera de nadie, que fuera autosuficiente.

Bodega nueva: Destinada al vino de las viñas del curato, asegurando así un almacenamiento como es debido.

Tejados y cimientos: Reparación de tejados, revestimiento de cimientos y cambio de tijeras.

El presupuesto, calculado por los maestros carpinteros y albañil, José Gómez y Pedro Merino, y por los peritos del ayuntamiento, excedía los 10.000 reales, un importe enorme para una villa agotada por la guerra y la peste.

La venta se firmó ante el escribano público, en 1813, y Don Diego, con la mirada puesta en lo que vendría, quería que cada viga, cada teja y clavo, garantizaran la permanencia del edificio. «Que los curas que vengan tras de mí tengan un hogar como es debido» suplicaba al Tribunal de las Órdenes Militares, al que mandó copia de la escritura para que la aprobaran.

En la plaza pública, donde los vecinos volvían a congregarse después del retiro francés, la casa del curato comenzaba a resurgir. Los martillos golpeaban con fuerza, los albañiles cantaban coplas manchegas, y el polvo de la construcción se unía a la esperanza de un nuevo empezar.

Años después, en 1834, mientras los funcionarios del Ayuntamiento de Calzada trataban de restaurar el archivo municipal, destruido por los franceses, descubrieron un documento impresionante entre los papeles salvados: un privilegio rodado, un pergamino muy antiguo que concedía derechos especiales a los lugareños. Este privilegio, cuya tinta borrosa aún contenía la fuerza de siglos, especificaba que, siempre que los hombres de Calzada fueran a la guerra contra el enemigo común, cada uno obtendría una arroba de carne, un azumbre de vino y una cuartilla de pan, y el doble si peleaban bajo las órdenes de su alférez mayor. Este hallazgo, cual susurro del pasado, recordaba la valentía de los calzadeños, que incluso en 1813, en medio de la Guerra de la Independencia, habrían podido solicitar esas provisiones para enfrentarse a los franceses. Pero el destino del documento es un enigma. Algunos sospechan que pudo haberse extraviado en la Primera Guerra Carlista, por allá de 1833 a 1840, o en la Guerra Civil Española, esa que fue de 1936 a 1939; otros, con mayor fe, piensan que todavía yace, en el olvido, en algún rincón del archivo del ayuntamiento.

Para la gente de Calzada, la remodelación de la casa del cura, junto con el hallazgo del privilegio rodado, eran más que sucesos sueltos. Eran, de echo, símbolos de una villa que, pese a las guerras, a las plagas y al transcurrir del tiempo, se resistía a doblegarse. En la Plaza Pública, dónde se podían ver las paredes renovadas de la casa cural, los calzadeños se erguían con orgullo. Calzada de Calatrava parecía murmurar que, inclusive en las épocas más oscuras, la voluntad humana y la memoria de un pueblo podía reconstruir, no solo edificios, sino también el alma misma de un pueblo.

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