
Este artículo es parte de una colección que se enfoca en revivir relatos personales que, en medio del estruendo de la Guerra Civil y la posguerra española, fueron sepultados por el peso de los expedientes. La imagen de Manuel Alcaide Viso, un socialista y jornalero, se presenta aquí no como un mártir o héroe, sino como una evidencia de una moral callada que retó la lógica del odio. Este primer artículo examina, mediante testimonios, reconstrucciones narrativas y documentos judiciales, el gesto que lo transformó en acusado y a la vez en protector. El segundo artículo tratará sobre el juicio reabierto, los testigos nuevos y la resolución que está aún por pronunciarse.
El nombre de Manuel Alcaide Viso (a) el Cabezorro emergió con tinta negra en papel oficial en un país que había sido callado por la victoria franquista, donde los expedientes sumarísimos se amontonaban como si fueran lápidas administrativas. Su biografía lo condenaba todo: era socialista, presidente de la U.G.T., fundador de la Casa del Pueblo… Pero su historia, como tantas otras en la posguerra, no se ajustaba a los patrones del vencedor. El expediente judicial lo acusaba, junto a un funcionario del ayuntamiento, de «adhesión a la rebelión» por haber tomado parte en la captura de Felicidad de León y Real, un falangista local, el día del levantamiento militar: 18 de julio de 1936. El alcalde republicano, bajo el mandato directo del gobernador, había firmado la orden de arresto. Era oficial, estaba sellada y fue emitida por las autoridades republicanas de aquel entonces. La recibió esa tarde. No era la primera ocasión en que colaboraba con las autoridades republicanas, pero sí la más complicada. Con una pareja de la Guardia Civil y un funcionario del ayuntamiento, fueron a la casa de Felicidad, ubicada en el número 110 de la calle Real. Su sobrino, el sacerdote León Caballero de León, fue quien los recibió allí y estuvo presente en cada aspecto. No se encontraron descubrimientos importantes en el estudio del despacho del sacerdote, que fue el primero de los registros. Sin embargo, al entrar en la habitación de Felicidad, el ambiente se volvió distinto. Lo que más los comprometió fue hallar una carta personal de José Antonio Primo de Rivera, el fundador de Falange Española, junto con una tarjeta que contenía su firma, además de unos doscientos cartuchos y una escopeta de caza. En aquel entonces, en medio del fervor revolucionario, tener una carta de Primo de Rivera no era sólo un símbolo: era una evidencia directa de apoyo al adversario político. Ese descubrimiento habría bastado para fundamentar una ejecución sumaria en manos de otros. Sin embargo, él no lo permitió. El sacerdote afirmó que se sintió visiblemente incómodo. Tenía conocimiento de que la orden de arresto era oficial, pero también sabía que lo que acababan de hallar podía llevar a Felicidad a ser condenada sin juicio. Fue en ese momento cuando decidió, junto con el funcionario del ayuntamiento, no apoderarse de la carta, los cartuchos ni la escopeta, lo cual tendría un impacto significativo en su expediente y su memoria. Todo quedó en su lugar. No se incluyó en el informe. No se le informó al alcalde. No se utilizó como prueba.
Seguramente ya se esté preguntado… ¿Y por qué razón? Porque no quería que Felicidad sufriera más allá de lo inevitable. Porque comprendía que la detención ya era suficientemente grave. Porque, según él mismo afirmó, «no era eso lo que se pretendía». Y porque, en el fondo, sabía que cualquier excusa podía ser, en ese momento, un veredicto de muerte. Este gesto, que parece insignificante, fue en realidad un acto de resistencia moral. En un escenario en el que la violencia era lo común, optó por la moderación. Optó por proteger, hasta a quien encarnaba todo aquello contra lo que luchaba políticamente. La misma casa fue registrada por otras personas en septiembre de 1936, y allí encontraron la tarjeta y la carta de Primo de Rivera. Pero ya se había hecho tarde. Almagro fue el destino de la reubicación de Felicidad, quien fue fusilado en un paraje de Pozuelo de Calatrava, en la fecha del 24 de agosto del año 1936. Se encontraba con los hermanos Eduardo y Agustín Valencia Villalón, Ángel Ruiz Arias y Leonardo Mesas Acevedo. Alcaide, quien había procurado impedir que lo condenaran por símbolos, se vio marcado por su participación en la captura.
Este suceso fue fundamental a lo largo del proceso sumarísimo de 1939. Sin embargo, la intervención de siete vecinos de derecha que testificaron a su favor fue lo que verdaderamente cambió el expediente. En una España donde la denuncia era algo habitual, estos testimonios fueron excepcionales. Fausto de la Calle García de la Parra, un profesor mercantil, narró cómo lo defendió cuando tenía miedo de ser encarcelado por poseer cargadores de pistola en su hogar. También contó cómo Pedro Carmona, el sacerdote, fue protegido por Manuel hasta la camioneta que lo sacó del poblado, a pesar de que éste había recibido amenazas de muerte. El veterinario Saturnino Camacho Ruiz aseguró que jamás lo observó involucrado en actividades criminales. Lo apreciaba como «una de las personas más sanas de la izquierda». Carlos Maldonado Fournier, un industrial que después se convirtió en alcalde de Calzada de Calatrava al inicio del franquismo, rememoró que cuando varios vecinos de la derecha fueron encerrados en una cueva para ser asesinados, ubicada en la casa de la calle Cervantes, junto a la parroquia, nuestro personaje principal logró eludir la vigilancia y viajó a Ciudad Real para solicitar ayuda. El secretario del ayuntamiento, Federico Calero Múgica, había estado en esa cueva. Cuando salió, le informaron que Manuel Alcaide Viso había sido fundamental para prevenir el delito: partió en la madrugada hacia Aldea del Rey para tomar allí el autobús con destino a Ciudad Real, organizó asistencia externa con líderes marxistas y se interrumpieron los asesinatos. Benito Viso Rivera, propietario, lo describió como «uno de los mejores del Frente Popular», siempre con la disposición de prevenir excesos. Se enteró, a través de rumores públicos, que protegió al sacerdote Pedro Carmona cuando unos indeseables intentaron matarlo en el camino hacia su pueblo después de salir de Calzada de Calatrava. Gerardo Molina García, propietario, afirmó que Alcaide trató de impedir la muerte de un grupo de personas con ideas derechistas —incluido él— que estaban detenidas en una cueva. El sacerdote León Caballero de León aseguró que mostró la orden oficial, actuó correctamente y escondió objetos comprometedores para no dañar a Felicidad de León. Hasta las autoridades locales del franquismo —el alcalde, el jefe de la Guardia Civil y el jefe local de FET y de las JONS— admitieron que había impedido asesinatos, rompiendo listas de ejecución y confrontado a extremistas «con pistola en mano» para proteger vidas; además, afirmaron que no se perpetraron crímenes contra individuos de derecha por su intervención.
El Consejo de Guerra, que se reunió en Almagro el 28 de junio de 1939, lo absolvió. Admitió que su desempeño había sido «en beneficio de individuos de la derecha» y que lo realizó «con un alto riesgo para él mismo». El funcionario municipal y él fueron declarados inocentes.
No obstante, la historia no acabó ahí. Una resolución que lo transformaría todo llegó el 3 de agosto de 1939 desde los despachos de la Auditoría del Ejército de Ocupación en Madrid. El Consejo de Guerra en Almagro declaró nula la resolución absolutoria. No por errores de forma, sino por algo más perturbador: la presunción de que Manuel Alcaide Viso, a pesar de ser humano, podría haber anticipado el trágico final de Felicidad de León y Real. Y que, a pesar de eso, no interrumpió el desarrollo de los sucesos. Se requerían respuestas para la auditoría. ¿Era consciente Alcaide de que la captura llevaría, sin duda, al fusilamiento? ¿Había posibilidad de posponer el cumplimiento de la orden? ¿Tenía espacio para rechazar, para advertir, para proteger? ¿Su silencio acerca de la carta de Primo de Rivera fue una manera de salvaguardar lo humano en medio del conflicto? Las cuestiones no eran de índole jurídica. Eran de carácter moral. En la España de posguerra, se evaluaba la moral con pólvora. El juzgado instructor de Almagro recibió de regreso el expediente, mandando ampliar las diligencias, realizar otro interrogatorio y buscar pruebas que no se habían tenido en cuenta. Era necesario aclarar si el socialista que desobedeció al odio, al recibir la instrucción del alcalde —proveniente del gobernador—, era plenamente consciente de que estaba condenando a Felicidad a muerte. Y en ese caso, su obediencia podría ser considerada complicidad.
El rumor se extendió por la plaza del pueblo como pólvora mojada. Algunos afirmaban que el nuevo juicio sería más duro y que no habría clemencia esta vez. Algunos otros, que los testimonios favorables no serían tenidos en cuenta, que el aparato judicial ya había tomado una decisión. Como de costumbre, el miedo superaba a la memoria. El protagonista silencioso de aquel verano aguardaba, a la espera: no absuelto, pero tampoco culpable. En una espera que no era completamente libre. Su nombre continuaba con la tinta negra, pero ahora tenía un asterisco. El hombre que había escoltado a un sacerdote y había roto pruebas para salvar vidas, entre otras cosas, estaba a punto de ser juzgado otra vez. Esta vez, no por lo que hizo, sino por lo que dejó de hacer. De este modo, se volvió a abrir el expediente. Las páginas giraron de nuevo y el relato se enriqueció con nuevas voces, preparadas para expandir la verdad que ya empezaba a emerger. Y en algún despacho, alguien redactaría un nuevo fallo. Una que no se ha pronunciado todavía. Una que tiene el potencial de cambiarlo todo. Ya que, en la España de 1939, hasta los hombres que trataron de salvar vidas podían terminar condenados.
Aún hay sombras que interpretar en los márgenes del expediente… y la historia todavía no ha pronunciado su última palabra.