
El expediente, del que fue presidente de la UGT y fundador de la Casa del Pueblo de Calzada de Calatrava, no fue examinado con ojos humanos. Se consideró una traición, ya que había cumplido una orden oficial dada por un superior. Una orden que lo transformaba en cómplice. La balanza judicial se inclinó más a favor de su obediencia institucional que de su resistencia moral.
El proceso sumarísimo, que lo había declarado inocente, fue enviado nuevamente al tribunal de Almagro. Se requería un nuevo análisis, una expansión de las diligencias y una indagación de culpabilidad. ¿Tenía conocimiento el procesado de que Felicidad de León sería ejecutado por fusilamiento? ¿Le era posible desobedecer? Las preguntas se cernían en el aire del juzgado como una densa niebla: ¿había tenido la intención de actuar? ¿Hubo algo más que pudiera haber hecho? ¿Era complicidad u obediencia? Para dar respuesta a estas preguntas, se volvió a preguntar a varios individuos. Fue entonces que el sumario comenzó a comunicarse con otras voces. Una vez más, no hubo incongruencias. Las autoridades de Calzada de Calatrava fueron interrogadas otra vez. Todos estuvieron de acuerdo en lo fundamental: había actuado de manera apropiada y no violenta, y en varias oportunidades había protegido a personas de derecha. La captura de Felicidad de León se llevó a cabo con la exhibición del mandato oficial y sin utilizar armas, según lo corroboraron el sargento de la Guardia Civil, el líder local de Falange y el sacerdote León Caballero. Además, coincidieron en que si los acusados hubieran incumplido la orden de detención, otros se habrían encargado de cumplirla. El que fue alcalde republicano, en esos comienzos de la Guerra Civil, desde la cárcel aclaró que la orden la dio con el fin de impedir un ataque al gobierno municipal, pues las multitudes estaban alteradas y deseaban matar al detenido. Por esa razón, afirmó que después de deterner a Felicidad, ordenó su traslado a la prisión de Almagro.
El Consejo de Guerra fue reinstaurado. El expediente se amplió con voces nuevas, algunas de ellas imprevistas, además de las que ya habían sido presentadas. Desde Calzada de Calatrava y la localidad adyacente de Aldea del Rey, se recibieron testimonios que no sólo describían los hechos, sino también el carácter. Valiente. De humanidad.
Francisco Miranda Sánchez, director de la compañía Múgica, Arellano y Compañía en Alcázar de San Juan, había escapado junto a su familia después de que lo sentenciasen a muerte dos veces en su localidad. Sin conocerlo, vivió durante once meses en una finca de Calzada de Calatrava bajo la protección de Alcaide. El 17 de febrero de 1937, cuando lo encarcelaron en Calzada, su esposa fue a verlo. Miranda describió a Alcaide como «un hombre y un macho» por su firmeza al defenderlo ante el Frente Popular.
Antes de trasladarse a Calzada de Calatrava, para unirse, forzosamente, al Frente Popular, Pablo Morales Molina, agricultor de Aldea del Rey, fue observado haciendo el saludo fascista en su localidad. Los del Frente Popular de este pueblo, al ver el gesto, avisaron por vía telefónica a sus colegas en Calzada para que lo apresaran tan pronto como llegara. Así sucedió. Manuel Alcaide Viso, sin embargo, se opuso con firmeza cuando se enteró de la orden. Defendió que encarcelar a un hombre por un acto político era una violación. Pablo Morales fue liberado debido a su intervención directa.
Primitivo de la Morena García, herrero de Aldea del Rey, recordó cómo Alcaide, estando él preso en la cárcel de Calzada de Calatrava, impidió que milicianos rojos sacaran a los presos con fines sospechosos. Lo hizo con energía, enfrentándose a los camiones que llegaban con ese propósito.
José Alañón Benítez, trabajador de Aldea del Rey, afirmó que nunca presenció a Alcaide perpetrar abusos contra personas de derecha. En cambio, observó que no dejaba que la Casa del Pueblo se llevara unas mulas de un vecino. Además, comentó que proporcionó gasolina para permitir que la familia de Félix Molina, un falangista herido en Uclés (Cuenca), lo transportara desde el hospital de esa ciudad, después de que se lo negaron en Aldea del Rey.
Virgilio Caballero Trujillo, excombatiente del bando nacional y profesor de la primera enseñanza en Calzada de Calatrava, obtuvo los avales requeridos por Alcaide para ocultar su pasado político como líder de la Juventud de Acción Popular y vicepresidente de la Juventud Católica.
Lorenzo Imedio García —un industrial de Calzada de Calatrava y padre de Gregorio Imedio, descubridor del pegamento Imedio— afirmó que una patrulla armada con pistolas y escopetas entró en su casa sin aviso previo. Era la primera anotación. El alcalde Manuel Alcaide Viso, en ese momento, no aceptó el atropello. En un acto que Imedio calificó de «temerario», se presentó en la casa sin protección ni escolta y echó a los milicianos. Un rato más tarde, los policías hicieron otro registro y arrestaron a Lorenzo a las siete de la tarde. Pretendían enviarlo, con una de sus hijas, a Ciudad Real. El destino era incierto, pero el miedo era evidente. Alcaide tomó la palabra nuevamente. Se opuso con determinación a la operación y consiguió pararla. Ni Lorenzo ni su hija fueron movidos. Fue llevado al comisario al día siguiente, junto con otros vecinos. Lejos del trato brutal, allí fueron acogidos con respeto. No por cortesía espontánea, sino por mandato directo de Manuel Alcaide Viso. En medio del desorden, el alcalde Manuel había establecido una línea: no dejaría que la justicia se transformara en venganza.

Estos testimonios no eran meros gestos. Eran acciones de resistencia moral en una época en la que la moral se medía con armas de fuego. Alcaide no solo defendió a individuos de derecha: lo hizo al desafiar a extremistas «con pistola en mano», quebrantando listas de ejecución y enfrentándose a los suyos. El fiscal solicitó, a pesar de todo, doce años y un día de reclusión menor. El abogado pidió la absolución. Patricio Ramírez, un testigo, afirmó que Alcaide le salvó la vida. Los acusados rechazaron los cargos. Sin embargo, el Consejo de Guerra decidió que eran culpables de ayudar a la rebelión militar. La sentencia fue explícita. Doce años y un día de reclusión menor, por un delito de auxilio a la rebelión. Sin circunstancias que pudieran disminuir la gravedad. La sentencia fue aprobada por el auditor militar desde Mérida. Alcaide, quien estaba en libertad provisional, fue arrestado de inmediato el 26 de enero del año 1940. El 27 de enero, en la cárcel de Almagro, se le comunicó la sentencia. Se le tuvieron en cuenta los cuatro meses y diecisiete días que estuvo en prisión. Le quedaban diez años, siete meses y catorce días. El 8 de agosto de 1951, su condena se anularía.
Así concluyó la historia de un individuo que decidió proteger, en medio del caos, a personas contrarias a sus ideales. Que siguió una orden oficial, pero no obedeció al odio. Y, no obstante, algo quedó. No su libertad, ni su reputación inmediata, pero sí un rastro de memoria. Las declaraciones que lo describían como un muro contra el descontrol permanecieron. Los nombres de aquellos que vivieron a raíz de su intervención permanecen, seguro que permanecen, en la memoria de muchos calzadeños que vivieron en esa época, porque se ha ido transmitiendo de padres a hijos. El eco de su valentía permaneció en los márgenes del expediente. Y a pesar de que la sentencia fue firme, el caso no se cerró completamente. Debido a que, meses después, una comisión callada, técnica y casi imperceptible volvería a examinar su historia. La Comisión Provincial de Examen de Penas de Ciudad Real iniciaría el expediente de Manuel Alcaide Viso y formularía una pregunta que nunca fue considerada por el Consejo de Guerra: ¿Es justo que alguien que luchó contra el odio continúe prisionero?
Pero eso es otra historia. Una que merece también ser contada.