El día que en el Sacro Convento se tenían noticias del nombramiento de un nuevo Prelado quien lo presidía mandaba tañer las campanas. Cuando al elegido le quedaba de día a día y medio para llegar a su nuevo contento, el Suprior o quien presidía ordenaba a dos ancianos que escribieran una carta, que era firmada por los tres, y fueran a su encuentro, montados en una burra, para darle la bienvenida, la enhorabuena y un regalo (que ordinariamente solía ser perdices y conejos). Hubo casos que por ser excesivos los regalos al nuevo Prelado, éste los rechazó por considerar que el voto de pobreza no se estaba cumpliendo, de ahí que se fuera la mayor parte de las veces prudente a la hora de elegir la dádiva. Una vez visto al Prelado electo, los religiosos ancianos regresaban e informaban de día de su llegada, para prevenir todo lo necesario para el día de su recibimiento.
El sonido de la campana anunciaba la entrada del elegido por la puerta de yerro, yendo el presidente del convento y la comunidad a recibirlo a la portería: todos lo abrazaban y le daban la bienvenida. Un criado le colocaba un manto y, en columna de dos conforme a los años de hábito, marchaban hacia la Iglesia, siendo los últimos el Prelado electo y el Presidente del convento –este último iba en el lado derecho- y detrás las personas que venían acompañando a aquel, a la vez que se volvían a tocar las campanas y el órgano. A la entrada de la Iglesia el religioso más antiguo daba el agua bendita al presidente y al electo e iban a la capilla mayor (la segunda en la nave del lado del evangelio), cuyo altar estaba con luces, frontal rico, alfombra y, sobre ésta, una silla con almohada de terciopelo, para hacer una oración secreta y, después, a la sala de la administración, donde entraban el presidente, el elegido y los huéspedes, quedándose los demás en la puerta.
Los invitados eran alojados por el hospedero en la hospedería y se vestían de negro para asistir a la toma de posesión, que era anunciada dando nueve toques con la campana mayor, momento en el que salían de la sala de la administración y, colocados en dos columnas, huéspedes y religiosos se dirigían a la Iglesia, doblando la rodilla hasta el suelo al llegar a la reja de la capilla mayor antes de sentarse en los poyos que allí había, con el bonete puesto tanto el que preside como los ancianos. Fuera de la capilla se quedaban el electo y el anciano más antiguo, que se colocaba a la derecha, y cuando accedían a la capilla hacían venia al presidente quitándose los bonetes. El electo besaba el título de su prelacía, que portaba, se lo daba al presidente y salía una vez hecha la venia, quedándose el anciano que le acompañaba en el sitio que le correspondía según su antigüedad. Es entonces cuando el presidente daba el título al secretario del convento para que lo leyera, cubierto si era anciano y sin bonete si era novicio, al tiempo que los demás religiosos se quitaban el bonete cuando leía la firma del Rey, del presidente y de los señores del Real Consejo de Órdenes. Una vez finalizada la lectura el secretario lo besaba y se lo entregaba al presidente que, estando sin bonete, hacía lo mismo a la vez que decía “Obedezco el mandato de Su Majestad con el respeto debido” y lo alzaba sobre su cabeza para, después, entregárselo al secretario que regresaba a su sitio, mirando a uno y otro coro para advertir a los religiosos que estaban a tiempo de decir el por qué no se estaba de acuerdo con la elección del nuevo Prelado.
La ceremonia continuaba saliendo los dos ancianos más antiguos, por orden del presidente, a avisar al electo para que entrara en la capilla, donde era felicitado por quien la presidía -con los religiosos en pie-, le entregaba unas llaves y, cediendo su silla el nuevo elegido, ocupaba el puesto que le correspondía en uno de los dos coros. El acto finalizada con la lectura de un discurso por el nuevo Prelado y, haciendo venia al altar, salía con el bonete quitado hasta que llegaba a la altura donde estaban los novicios, donde se lo volvía a poner. Comenzaba, en esos momentos, su gobierno del Sacro Convento.
La misma noche de la elección los invitados tenían una cena y una comida al día siguiente en la hospedería, a la que se sumaba el Prelado que se colocaba en la cabecera junto con las personas principales que vinieron acompañándolo.
Cuando se recibía a un nuevo Suprior, si no había Prelado, era recibido por el anciano que presidía el Sacro Convento según lo visto anteriormente, con la excepción de que no se le enviaba ningún regalo de bienvenida con los dos ancianos. Si había Prelado, al Suprior electo no se le abría la puerta grande ni era recibido por la comunidad, sino por dos ancianos que le ponían un manto en la portería para que fuera vestido de esa forma a la Iglesia, donde hacían oración. Después iban a la hospedería o al aposento del electo, donde éste se ponía de rodillas cuando recibía la visita del Prelado para darle obediencia (normalmente, el Prelado no permitía que se arrodillara y lo recibía abrazándolo). Era en la capilla mayor donde uno de los ancianos daba el título al Prelado y se situaba junto con el electo en la puerta de la capilla a esperar en pie mientras el Prelado daba el título al secretario para que lo leyera, como ya se ha referido. El Prelado, una vez que lo había besado, avisaba al electo para que se acercara a recogerlo, cediendo su silla como signo de que lo dejaba por su sustituto cuando él faltara. La ceremonia terminaba con un discurso del nuevo Suprior, ya ausente el presidente.