El Molino de Parra: génesis de un nombre olvidado

Molino de Parra visto desde fuera. Foto de Luis Alañón Flox.
Molino de Parra visto desde fuera. Foto de Luis Alañón Flox.

En la tranquila primavera de 1805, Juan Carneros Romero, farmacéutico de ojos perspicaces y manos hábiles en el arte de las pócimas, comenzó a imaginar un proyecto que trascendía los límites de su botica en Calzada de Calatrava. Nacido en Granátula, no era un hombre ordinario. Su intelecto, moldeado por la ciencia, lo impulsaba a dejar un legado que resonara en el Campo de Calatrava. Las ruinas de un viejo molino harinero, devoradas por el tiempo y el olvido, yacían en la ribera del río Jabalón, en el paraje de Mansilla, dentro de los dominios de la Encomienda de Castellanos. Para él, aquellos escombros eran más que restos: eran los cimientos de un porvenir, un ingenio que molería el trigo de la comarca y cuyo nombre, aunque no llevaría el del boticario, quedaría ligado a su legado a través del apellido de su esposa: Parra.

Sabía que levantar una estructura en tierras sujetas al dominio del marino ejemplar Don José de Mazarredo, líder que fue de la Armada Real, requería determinación y astucia. La Orden de Calatrava, celosa guardiana de sus privilegios, vigilaba cada rincón de su territorio. Sin embargo, el boticario trazó su estrategia con la precisión de quien mide un remedio. Consciente de que necesitaría aliados para sortear el laberinto burocrático, en mayo de ese año decidió dar el primer paso hacia su sueño. Entretanto, los rumores se esparcían por las calles de Calzada como el viento. Los vecinos comentaban en voz baja la audacia del farmacéutico mientras recogían sus medicinas. ¿Cómo era posible que un hombre de Granátula desafiara los intereses de la encomienda? Se hablaba de secretos ocultos en Mansilla: cuentos de contrabandistas, vestigios de caballeros calatravos o acuerdos que nadie se atrevía a mencionar. Algunos sospechaban que Mazarredo, hombre de mar y poder, tenía sus propios planes para esas tierras. Mientras tanto, el boticario, tras el mostrador, permanecía concentrado en su objetivo, aunque no podía ignorar las sombras de duda que los rumores proyectaban. Para sortear la red de influencias, recurrió a Esteban Peirón Merina, hombre de confianza y reconocido por su elocuencia en asuntos legales. Éste, con porte seguro y habilidad para enfrentar obstáculos, se encargaría de representar al farmacéutico ante las autoridades, llevando su causa hasta el Consejo de las Órdenes Militares. Una mañana de mayo, llegó con un pliego en mano a una sala imponente, decidido a presentar la solicitud formal para reconstruir el molino en Mansilla, junto a la rivera del río Jabalón.

El 25 de mayo de 1805, presentó el pedimento cuidadosamente elaborado. En él se describía el solar en ruinas, señalando que probablemente pertenecía a la encomienda, aunque no se podía confirmar con certeza. Solicitó la emisión de un edicto para determinar si alguien reclamaba el terreno. Propuso que, en caso de no presentarse ningún propietario, se tasara el solar mediante peritos designados por el comendador o el administrador de la Encomienda de Castellanos, el farmacéutico y un tercero imparcial. Así, se permitiría la edificación del molino, con la condición de pagar un rédito del 3 % al dueño legítimo, formalizado mediante escritura. El documento, firmado por Esteban, era una maniobra meticulosa ante la maquinaria burocrática.

El Consejo, bajo la autoridad de Carlos IV, recibió la petición y ordenó a la Contaduría General de Encomiendas investigar la titularidad del solar. El 19 de junio, Pascual de la Rúa, oficial de este organismo, entregó un dictamen que revelaba los derechos ancestrales de la Encomienda de Castellanos, sustentados en registros históricos. El informe confirmaba que Mansilla pertenecía a dicha institución. Los archivos de Cristóbal Gómez, fechados desde 1596, indicaban que la encomienda poseía la Dehesa de Castellanos y derechos sobre los molinos del río Jabalón, además de un diezmo de una fanega por cada diez molidas y un censo perpetuo de dieciocho gallinas anuales. También se recibía un décimo del precio de cualquier molino vendido. En la Junta General de 1707 se mencionaba el molino de Mansilla, entonces propiedad de Raimundo Delgado, vecino de Puertollano, quien entregaba dos pares de gallinas y el diez por ciento de las maquilas. Documentos de 1702, bajo el comendador Manuel Fuenmayor y Dávila, listaban otras aceñas: la de Santa Coloma, con tres pares de gallinas; la de la capellanía de Lucía Martínez, Andrés Martínez de Alcolea y Miguel Sánchez, con dos pares; la de Artesillas, con tributos similares; y otro perteneciente a María Gamboa, hermana de Juan Mansilla, residente en Aldea del Rey. Estos cuatro fueron inventariados sin cambios en 1749, bajo la supervisión de Don Wolfang José Bourmonville, marqués de Sars. Juan Rodríguez, arrendador de la Encomienda, confirmó que el molino de Mansilla llevaba años en ruinas y que no se cobraban sus tributos debido al abandono, como se reflejaba en el informe de 1785 bajo Mazarredo.

El Consejo informó del expediente al comendador, quien presentó su propio pedimento. El farmacéutico aguardaba en su botica, consciente de que el próximo movimiento de Mazarredo sería decisivo. El teniente general podía reclamar el terreno o imponer condiciones gravosas. No obstante, el edicto del Consejo ofrecía una esperanza: si nadie reclamaba la propiedad en treinta días, se abriría la posibilidad de negociar la tasación y el rédito. Los rumores en Calzada se intensificaban, alimentando relatos sobre tesoros ocultos y pactos olvidados de la Orden de Calatrava. Juan, escéptico pero intrigado, comprendía que el destino del molino pendía de un hilo, atrapado entre las aspiraciones del presente y los ecos del pasado.

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