El prior de Calatrava (V): Comienza el asedio

Parte recibido en el Ministerio de la Gobernación de la Península.

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Empezaba a amanecer. El recinto donde los nacionales se hallaban guarecidos estaba rodeado de cuatro mil hombres contra poco más de ciento que serían los sitiados; pero no se intimidaron estos, y unos y otros dieron principio al fuego sostenido por ambas partes con tesón. ¿Pero a qué esta inútil contienda? Los nacionales se batían en propia defensa; se concibe bien que los que veían su vida expuesta al furor de los vándalos prefiriesen morir matando a sufrir una muerte afrentosa; pero ¿cuál era el objeto de los facciosos? ¿Apoderarse de los nacionales para tener el brutal placer de fusilarlos? ¿Qué habían hecho aquellos desgraciados para excitar hasta tal punto las iras de sus implacables contrarios? Y sobre todo, ¿cómo atizaban la discordia los mismos que sin haber recibido la menor ofensa, y teniendo algunos de ellos motivos de gratitud para con muchos de los que se hallaban en el fuerte, aplaudían todos los planes de sangre y devastación manifestándose prontos a ejercer el oficio de verdugos? ¿Cómo, en fin, aquellos hombres no se compadecían oyendo los lamentos de las pobres mujeres y de los niños encerrados en el fuerte y condenados inhumanamente a encontrar la tumba donde habían creído salvar la vida?

Cuando se recorren las tristes páginas de la historia contemporánea y se contemplan los horrores cometidos por ese bando absolutista que tanto ha invocado la religión para entregarse a los excesos de la más bárbara impiedad, se ve suficientemente justificado todo el rigor con que los tales absolutistas han sido combatidos.

Prosigamos la comenzada historia. Continuaba, como iba diciendo, el tiroteo sostenido por los sitiados con el valor más digno de elogio, y por los sitiadores con la rabia de que se hallaban poseídos al verse rechazados por un insignificante número de hombres que ni siquiera tenían para alimentar el entusiasmo la esperanza del socorro. Y en tanto que sitiadores y sitiados combatían con aquel esfuerzo que tanto se parece a la desesperación, se agitaban otros yendo y viniendo de don Basilio á Orejita, que es como si dijéramos de Herodes á Pilatos, diciendo que aquel había de ser un gran día para la causa de don Carlos, y por consiguiente que no debía quedar vivo ninguno de los negros que se encontraban en el fuerte. ¿Y quiénes eran los que tan pérfidamente conspiraban contra la vida de sus convecinos? Los que primero debían haber entrado en el fuerte que anhelaban destruir; porque si los liberales no hubieran sido más compasivos de lo que debían, antes de encerrarse en la iglesia habrían llevado por delante a los conocidos por sus opiniones carlistas, con lo cual los facciosos hubieran sin duda respetado el edificio. Pero los nacionales de la Calzada, generosos hasta la insensatez, quisieron defenderse sin ofender a nadie, y debían pagar cara la Compasión que desgraciadamente tuvieron de los que nunca supieron apreciar una virtud.

El fuego continuaba con encarnizamiento: el fuego era terrible y la resistencia heroica. Cien hombres situados en las débiles tapias del cementerio, causaban terror a cuatro mil facciosos acostumbrados a todos los peligros y penalidades de la guerra, causándoles pérdidas de consideración. También los paisanos tuvieron bastante que lamentar en la refriega, porque los facciosos los llevaban por delante a la fuerza, para poner a prueba su lealtad a la causa carlista, obligándoles a abrir brechas por las casas inmediatas al fuerte.

Ya las municiones escaseaban entre los beneméritos defensores de la patria, y conociendo que sin ellas sería inútil la resistencia, pensaron en aprovecharlas. Por esta razón, y por la confianza que tenían de que subiéndose a la bóveda de la iglesia y cerrando la escalera sería difícil que les pudieran acometer, abandonaron el cementerio y se retiraron a poner en práctica su plan. Pero esto era precisamente lo que los enemigos anhelaban, y así fue que tan pronto como vieron solo el cementerio, se precipitaron al pie de sus tapias, y llevando colchones en la cabeza para guarecerse de las descargas, abrieron brechas, por las que pudieron introducirse hasta aproximarse a la puerta de la iglesia. Llegados allí, y con el auxilio de un cañón de montaña, derribaron las puertas y lograron penetrar en el edificio.

Fuente: Desenlace de la Guerra Civil, de Juan Martínez Villergas.

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