El granatuleño que reedificó el Molino de Parra

Una de las fachadas del Molino de Parra. Foto de Antonio Campos Caballero
Una de las fachadas del Molino de Parra. Foto de Antonio Campos Caballero

En el Campo de Calatrava, donde el Jabalón serpentea entre llanuras e historia, los molinos harineros eran más que edificios de piedra; eran el corazón de los pueblos. Sus ruedas, accionadas por la corriente, molían el grano que alimentaba la vida, tejiendo relatos de trabajo y supervivencia. En Calzada de Calatrava, los ríos Jabalón y Fresneda alimentaban estos artilugios, tal y como recogen los documentos del Catastro de Ensenada de 1752, que localizan varios molinos en el Jabalón, en el término de la Encomienda de Castellanos, y junto al Fresneda. Pero entre ellos no aparece el Molino de Parra. Como indica el profesor Don Luis Alañón Flox, natural de Aldea del Rey, en una publicación de Facebook, ni las Relaciones de Felipe II de 1575, ni las Descripciones de Lorenzana de 1785, ni el Diccionario de Madoz de 1850 lo mencionan, como si este molino en ruinas hubiera emergido de la oscuridad, ocultando un secreto que el tiempo ha guardado con celo.

A orillas del Jabalón, este molino alza su fantasma de piedra y tapial, con planta rectangular desafiando al tiempo. Como relata en su artículo Don Luis Alañón Flox, sus tres cárcavos o canales excavados que orientaban el agua con precisión, y el puente que los coronaba, con uno de los cárcavos actuando como aliviadero, son vestigios de un pasado laborioso. El caz, de 252 metros, tomaba la corriente fluvial y el socaz, de 717 metros, la restituía al río, ambos construidos en mampostería capaz de resistir el ímpetu del agua. En la sala de molienda, dos pares de piedras –una para cebada y otra para trigo– permanecen calladas, aunque en el pasado giraban sin parar y se escuchaba el ruido de las máquinas, como él mismo indica. Hasta la fecha, no se sabe cuándo fue construido originalmente, pero una piedra sillar en el puente, con la fecha de 1807 grabada en ella, revela parcialmente un secreto: ese año se reconstruyó el molino sobre las ruinas de otro cuyo nombre permanece oculto.

Piedra donde se indica la fecha en que se comenzó la construcción del molino.
Piedra donde se indica la fecha en que se comenzó la construcción del molino. Foto de Don Luis Alañón Flox

El trabajo en el Molino de Parra era un ritual que requería esfuerzo y exactitud. El molinero abría las compuertas del caz al amanecer, permitiendo que las aguas penetraran con fuerza en los cárcavos. El líquido impactaba las ruedas, que giraban con un ruido sordo, provocando vibraciones en el suelo. Las piedras se movían en un abrazo rudo en el cuarto de molienda, machacando el grano en una danza pausada pero inexorable. Los campesinos traían sacos de cebada o trigo, los cuales se vaciaban en tolvas de madera, y el polvo de la harina impregnaba el aire, cubriendo al molinero con un manto blanco. Cada piedra, labrada con surcos exactos, trituraba el grano hasta transformarlo en harina de calidad superior, mientras que el molinero controlaba el ritmo y ajustaba la corriente del agua o limpiaba las piedras para prevenir bloqueos. La familia residía en las dependencias, como las casas del molinero, al ritmo del molino, reparando, almacenando y comerciando con los clientes. Era un trabajo de sol a sol, en el que la paciencia era tan importante como la fuerza y el río marcaba el ritmo.

En el corazón de este enigma se encuentra Juan Carneros Romero, un individuo que nació en Granátula de Calatrava y eligió Calzada como su hogar. No era molinero, sino boticario, propietario de una botica en la que se combinaban ungüentos y conocimientos. En el año 1787, unió su fortuna a la de Josefa Trujillo Parra Sánchez Guío, originaria de Calzada y cuyo apellido compuesto, Parra, fue el que le puso al molino. Pareciera que el destino había conspirado para enlazar sus vidas con la piedra. Juan emprendió un proyecto atrevido en 1807: reconstruir el molino. La autoridad de Don José de Mazarredo, quien era teniente general de la Real Armada y comendador de la Encomienda Castellanos, lo respaldó. Pero, ¿qué motivó que se reviviera una estructura olvidada? ¿Qué convenios tuvo que formalizar, quizás murmurados en salones oscuros? El documento de mayo de 1807, un legajo que tengo en gran estima, incluye las respuestas, pero también presenta preguntas: ¿cuál era el molino que estuvo debajo de esas piedras y qué intrigas tuvo Juan que enfrentar para conseguir la autorización de las autoridades?

La vida de Juan y Josefa estaba llena de una devoción casi mística. En 1818, firmaron sus testamentos, prometiendo ser sepultados en el convento de los capuchinos de Calzada, envueltos en el hábito de la orden, como si estuviesen buscando la paz eterna a través de la austeridad. Josefa, cumpliendo su promesa, descansa en el convento, como lo corroboran los libros parroquiales. Pero Juan… su destino fue más esquivo. Tras la muerte de su esposa, volvió a casarse y, en un nuevo testamento, reiteró su deseo de ser enterrado con el hábito de los capuchinos. No obstante, cuando le alcanzó la muerte, no reposó en el convento. ¿Qué lo evitó? ¿Un capricho del destino? Sin embargo, dejó un legado: su botica fue heredada por dos sobrinos de Granátula, entrelazando los hilos de su vida entre dos poblaciones.

El Molino de Parra, que en el que trabajó Francisco Utrilla (su último molinero) hasta 1955 moliendo grano, según señala Alañón, se muestra en los mapas de 1888, 1949 y 2001; sin embargo, ahora es un vestigio de lo que era antes. En 1982, los puentes de piedra que lo unían con el mundo desaparecieron y sus muros se derrumban debido al peso del abandono, en una condición ruinoso que, según él mismo dice, «exige una pronta restauración«. La Plataforma Salvatierra instó a Gema García Ríos, la alcaldesa de Calzada de Calatrava, a negociar con su actual dueño para comprar y restaurar este tesoro, con la intención de salvarlo. Pero las charlas, como un río seco, se estancaron. Esto es lo que me dice Antonio López Imedio, presidente de la agrupación.

El molino sigue en silencio, guardando sus secretos. Y no obstante, el misterio está a punto de revelarse. El legajo de 1807 está en mis manos. En un relato posterior, daré a conocer el nombre del molino que se encontraba debajo del Molino de Parra y las acciones, posiblemente llenas de misterio, que Juan Carneros Romero tuvo que realizar para darle vida nuevamente. Este lugar, enclavado en lo que fue la Encomienda de Castellanos, guarda un pasado que he explorado con detalle en el segundo volumen de mi libro Calzada de Calatrava y su historia, donde dediqué varias páginas a esa encomienda, bajo la égida de comendadores como José de Mazarredo y el Condado de Bornos. El Jabalón guarda sus secretos, pero no por mucho tiempo. La verdad, como el agua que antaño movía las piedras, siempre encuentra su camino.

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